Hace ya un lustro que vivo con mi familia “en el corazón de la grande Babilón” –en palabras de Manu Chao- y me ha llevado todo ese tiempo poder darme cuenta que una de las cosas que tendría que estar haciendo acá es plantar una huerta. Hace tiempo que se me cruza por la cabeza un texto de Jeremías, donde el profeta les manda una carta con consejos (de parte de Yahvé) a los desterrados de Judá en Babilonia:
“Edifiquen casas y habítenlas, planten huertos y coman su fruto. Cásense con la gente del lugar, y tengan hijos; no hagan huelga de vientres. Busquen el bien de la ciudad donde los he puesto y oren por ella, porque en su paz ustedes tendrán paz” (paráfrasis de Jeremías 29,5-7).
En el pasaje, la idea es que uno no puede vivir solamente despotricando contra el imperio, sino que en los intersticios cabe cultivar y construir, pues resulta que eso también puede ser una práctica creativa de resistencia y transformación.
Sin embargo, no siempre es tan fácil ponerse a cultivar o construir. El primer año que viví en el hemisferio norte, no sentía ánimo suficiente como para tener siquiera una macetita con una planta en nuestro departamento. Ya era suficientemente difícil transplantar a nuestras hijas y tratar de comenzar a hacer una vida y una teología desde otra latitud; no me resultaba posible pensar en plantar semillas ni en echar raíces, ni siquiera en maceta. El segundo año, una señora de la iglesia a la que pertenecemos me regaló una planta. Después de unos días, veía que se le iban cayendo las florcitas blancas, pero no lograba superar la ambigüedad frente a la necesidad de fomentar la vida –más allá de la vida de mis hijas y de mi familia inmediata- en Babilonia. Hice poco y nada por salvarla, y muy pronto se marchitó. Sin embargo, el gesto de mi amiga (que cuando le pregunté hace poco me dijo que ni se acordaba de habérmela regalado) debe haber movilizado algo, porque ya al tercer año el arraigo ya fue suficiente como para que sintiéramos de golpe que sin plantas en la casa había algo profundamente árido en nuestras vidas. En el cuarto año ya habíamos llenado de macetas toda la casa, y además habíamos agregado fauna a la flora, pues conviven con nosotros también dos peces y un conejo (que a veces se come las plantas). Mientras escribo estas palabras siento el aroma de los malvones y disfruto del verdor de las plantas de interior que me rodean, aunque afuera esté nevando. En este quinto año nos hemos anotado para cultivar un rinconcito de un jardín comunitario municipal, y en la primavera espero poder lanzarme al cuidado de una huertita orgánica con la ayuda de las nenas. Mientras tanto, hemos ido coleccionando unos cuantos frascos vacíos, pensando ya en las conservas de las que vamos a poder disfrutar el invierno que viene.
Me doy cuenta que (para mí, al menos) tiene algo fértil teológicamente trabajar la tierra, aunque sea en maceta. Ireneo, un teólogo nacido hace mucho (allá por el 130), se complacía en utilizar la imagen del crecimiento paulatino para referirse a la humanidad. Me atrae mucho la idea de ese crecimiento, que según Ireneo es diseñado por el Padre, moldeado por el Hijo y nutrido por el Espíritu (cf. Adversus Haereses IV.38.3-4). En otras palabras: somos jardineros y jardineras, y también nosotros mismos somos un jardín de flores y frutos inesperados. En palabras de Jesús:
El reino de Dios es como alguien que echa semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que sepa cómo. La tierra produce fruto por sí misma: primero un tallo, luego una espiga, y al fin el grano maduro en la espiga” (Marcos 4:26-28).
En todo este proceso, muchas veces he vuelto en el pensamiento al pasaje de Jeremías 29. Plantar un jardín en el Norte y comprometerme con el bienestar de un pedacito concreto de tierra, significa materialmente que tengo que dejar atrás el invierno perpetuo en el que viviría si pasara todos los meses posibles del verano boreal (es decir, de la pausa académica) en el Sur. Lo hemos intentado un par de veces, pero me doy cuenta que el invierno perpetuo nos hace mal: extraño la primavera y el otoño de la Argentina que nunca puedo ver si siempre voy en junio y julio, y hemos descubierto que el verano en Chicago es precioso: los témpanos de hielo del lago Michigan se disuelven y las playas se llenan de familias que disfrutan del sol, del agua y de la arena. Si es que he de plantar una huerta en el hemisferio Norte, buscando ser hacedora de paz en Babilonia en medio de las contradicciones que eso me evoca, necesariamente tendré que modificar los ritmos y los tiempos del cruce de fronteras. Si la identidad y la cultura están vinculadas -y recordemos que la cultura se nutre etimológica y literalmente del cultivo- quiere decir que mi identidad ahora en el lugar donde estoy necesariamente tendrá que ver, al menos en parte, con los jardines y las huertas que cultive en Babilonia. Mi propio método teológico, que se basa en hacerme cargo de la materialidad y la densidad de la realidad en la que me toque vivir, me obliga a caminar por los senderos de unos jardines concretos y reales, no solamente por las sendas de antaño.
Desde la filosofía feminista, Rosi Braidotti (retomando a Deleuze y Guattari) rescata y celebra la imagen del rizoma, es decir, de aquellas plantas que tienen raíces que no son lineales y profundas, a la manera de los árboles, sino que se extienden hacia los costados, de manera “secreta, lateral, extendida, opuesta a las ramificaciones visibles, verticales de los árboles occidentales del conocimiento”.1 Entiendo y comparto su crítica de los estilos monológicos y falocéntricos de la tradición occidental: Dios sabe (y que nos perdone) que la teología cristiana ha caído en esas trampas desde el principio, casi sin pensarlo. Por eso, necesariamente y a manera de acicate, la teología feminista hace propia una hermenéutica de la sospecha y del rescate que no se basa únicamente en el árbol de la sabiduría occidental como fuente de conocimiento, pero que tampoco tala todo el bosque porque alguna de sus ramificaciones haga daño. Después de todo, las raíces profundas no solamente pertenecen a los “árboles occidentales del conocimiento”; también hay otros árboles que merecen nuestra atención y cuidado. Me da la impresión que para vivir y crecer nos viene bien tomar en cuenta a las plantitas como las frutillas (o fresas), cuyos rizomas producen frutos que nos maravillan; y también a los árboles, que nos oxigenan y nos deleitan de otras maneras. Si nos limitáramos a los rizomas solamente, fácilmente nos podríamos quedar con una multitud de cachanillas, aquellas plantas de las zonas áridas mexicanas que cuando se secan ruedan a través del desierto, impulsadas por el viento.
Por mi parte, me ha ido cayendo la ficha de algo que en realidad debe ser obvio desde afuera, pero que a mí me cuesta asumir: el hecho de que no puedo dedicarme de pleno a plantar dos huertas en dos hemisferios distintos simultáneamente –al menos no lo puedo hacer si tomo en cuenta las necesidades (y las exigencias) reales de mi familia, de mi comunidad de fe y de quienes estudian y trabajan conmigo. No obstante, como escribe M. Jacqui Alexander en su libro sobre la pedagogía del cruce de fronteras: “Los árboles tienen memoria, y te pueden susurrar sus recuerdos al oído, si te detienes a escucharlos.”2 Cuando vuelvo al Sur puedo ver y escuchar a los árboles – que después de todo tienen las raíces y la memoria más profundas. Si vuelvo a la Argentina en primavera puedo ver y sentir el aroma de los jacarandáes y de las tipas en flor, y escuchar cómo se sacuden en el viento. Si voy en otoño, puedo ver a los plátanos y los álamos y tocar su corteza. Nadie me quita el placer, mientras estoy en el Sur, de disfrutar del fruto de unas huertas que yo no planté, o inclusive de plantar y de regar unos plantines; lo único que se requiere es que admita que quienes se hagan cargo regularmente de ese cultivo lo harán de maneras que yo ni controlo ni me imagino. Resulta que no solamente mi presencia, sino también mi ausencia pueden ser motivo de crecimiento y de florecimiento.
Mientras tanto, le doy su lechuguita al conejo y riego las plantas. Me da placer pensar en un viaje a la Argentina el mes que viene, sabiendo que cuando mire el cielo voy volver a ver “acá mis nubes y allá mi cruz del Sur”3. Me alegro también por la primavera boreal que por ahora no muestra muchas señales de vida, pero que va llegando. Leo una poesía:
Mi madre, mi abuela
Se paraban de este modo
En sus jardines.
Tengo 43.
Este año planté los pies
En este suelo
Y estoy practicando
Cómo crecer de abajo para arriba
Tengo dos años más que ella, y no sé si quiero crecer aquí en Babilonia como un árbol; pero este año, por lo menos, pienso plantar una huerta.
Nancy Elizabeth Bedford
1 Rosi Braidotti, Sujetos nómades, Buenos Aires, Paidós 2000 (trad. Alcira Bixio), 59; cf. también Metamorphoses. Towards a Materialist Theory of Becoming, Cambridge, Polity Press 2002, 79 et passim..
2 M. Jacqui Alexander, Pedagogies of Crossing. Meditations on Feminism, Sexual Politics, Memory and the Sacred, Durham and London, Duke University Press 2005, 263.
3 Es una cita del poema “Noción de Patria” de Mario Benedetti (http://www.poemas-del-alma.com/mario-benedetti-nocion-de-patria.htm).
4 Linda Lancione Moyer, “Listen”: Mary Ford-Grabowsky (comp.), Womanprayers, New York, HarperCollins 2003, 5.
Fuente: www.lupaprotestante.es